Con calma, degustando lo que se puede apreciar a simple vista, y lo que se esconde, se llega hasta la Catedral, pasando por la Plaza del Arzobispo, donde apreciar, antes de llegar a esa joya mayor, el palacio del Marqués de Campo y el palacio Arzobispal. Y así observar el cimborrio exterior del templo mayor de Valencia. Y a su lado uno de los símbolos más reconocidos de la ciudad, esa torre de 50 metros de altura, el Miquelet.

¡Cuidado ¡que cerca está la Basílica de la Virgen de los Desamparados, la conocida entre los valencianos como la Geperudeta, por existir una imagen de esta que se muestra encorvada. Es la patrona, la que recibe una oferta floral durante las fiestas.

Pero hay más, mucho más, porque Valencia es mucho. Está la Lonja de la Seda, el Palacio de la Generalitat, el Palau de la Música, las Torres de Serrano, o, por qué no, el Jardín del Turia. El mercado circular, diferente. O el primer edificio religioso tras la catedral, donde estaba el priorato de la Orden de San Juan de Jerusalén, San Juan del Hospital. El recuerdo de las murallas a través de las Torres de Serrano, o la parte más moderna, la Ciudad de las Artes y de las Ciencias; el Puente de Calatrava, el Oceanográfico…

Y luego, luego…el Mediterráneo. Ese mar que es santo y seña de Valencia, y que no puede dejarse de lado en cualquier visita que se lleva a cabo a la ciudad. La Playa de la Malvarrosa se abre en el litoral con su fina arena y sus aguas que ayudan a recordar los cuadros de Joaquín Sorolla, esos pescadores de su tiempo con las redes, esos niños jugando con las olas, ese colorido tan luminoso, tan amante de la naturaleza.

Veinticuatro horas es poco. Al primer paseo, le debe suceder otro y otro más…Porque la Valencia del Cid tiene mucho que ofrecer y su luz mediterránea atrae, envuelve al visitante, que no tiene más remedio que dejarse llevar.